Sebastián Fuentes Barraza
Sociólogo
No veía un reality desde que Álvaro Ballero nos fascinó con su vanidad y Arturo Longton nos encariñó con su flojera. Es más, pensé que ya no existían porque la fórmula se había desgastado; se había descubierto que mientras más se discutía, más pantalla se ganaba, entonces los participantes entraban intencionadamente a pelear y se había perdido todo rasgo de autenticidad si alguna vez la hubo.
Hace unos meses, me encontré con el reality Gran Hermano, que ha sabido crear una nueva fórmula a través de un juego semántico: provocar peleas es “generar contenido”, traicionar o maquinar es hacer “estrategias”, a las personas que participan exponiendo su intimidad se les denomina “jugadores”, y a los jugadores que no generan contenido (es decir peleas) se les llama “plantas”. En conjunto al programa aparece un panel de expertos que analiza a los jugadores y sus estrategias como si se tratase de una partida de ajedrez, pero por supuesto, nada de esa semántica y esos análisis son ciertos, más bien intentan encubrir que los portazos, patadas a las puertas, llantos, crisis de pánico y agresiones físicas son parte de un juego, pero en realidad son la presión de convivir en un ambiente que alienta al conflicto, cuando no por desequilibrios mentales que los participantes arrastran desde antes del reality. Esta semana un participante abandonó por seguridad de su salud mental, evaporizando la idea de que todo sería un juego y acercándonos a la idea que lo que se ve en pantalla se asemeja demasiado a la vida real.
Pero y entonces ¿qué hace el espectador viendo ese show montado de contiendas? ¿Tan ociosos somos que no nos basta con lo nuestro y como voyeristas disfrutamos del conflicto ajeno? ¿Igual que el coliseo romano, vamos en busca de la dosis de pan y circo? Eso sí, era difícil empatizar con un gladiador porque nadie del público combatió contra un león, pero los participantes de reality no resultan tan ajenos, porque sí podemos ponernos en los zapatos de los gladiadores de reality, podemos imaginar cómo reaccionaríamos nosotros o evocar situaciones similares vividas.
En suma, ser espectador de estos programas bordea al masoquismo, no obstante, mientras crece el conflicto sube el rating y cuando sucede lo inverso baja el rating. En el coliseo el conflicto estaba garantizado, incluso no había dudas en el resultado, el vencedor siempre era el más fuerte; en nuestro coliseo (el reality), nunca se sabe cuándo se producirá el conflicto y nunca se puede determinar quién gana en una discusión. Quizás en esa falta de claridad está la razón que noche a noche el público vuelva.
El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de Publimicro.
Suscríbete al boletín:
Suscribete Gratis