Marcelo Trivelli
Fundación Semilla
No hay que echar vino nuevo en odres viejos
Recientemente el Ministerio de Educación hizo pública “la nueva Política Nacional de Convivencia Educativa (PNCE) 2024 – 2030 que es un marco orientador para todos los niveles, modalidades y contextos educativos, que busca promover la reflexión y el diálogo sobre las maneras de relacionarse cotidianamente entre quienes forman parte de una comunidad educativa”.
Al leer este primer párrafo de la carta firmada por el Ministro de Educación que encabeza el documento cabe preguntarse si las comunidades educativas son capaces de llevar a cabo este proceso de reflexión y diálogo para hacer la bajada en planes, acciones y programas de gestión como lo sugiere la PNCE.
No hay que echar vino nuevo en odres viejos. Aplicada a la PNCE esta es una metáfora apropiada ya que las nuevas políticas de convivencia no son, por sí solas, suficientes para generar cambios; estos sólo se producen cuando las nuevas propuestas fermentan en un sistema y cultura educativo, y en una estructura institucional que esté en condiciones de hacer suya esta política, y que cuente con las herramientas para implementarla de tal manera de aspirar a un resultado de calidad.
Nuevamente, las buenas intenciones y la integralidad de la PNCE no toman en cuenta las realidades que se viven en los establecimientos educacionales. Por sólo nombrar algunas de las limitantes: exceso de trabajo administrativo, alta rotación y deserción docente, casi nula integración de las familias, baja valoración de los encargados de convivencia, incentivos puestos en rendimiento académico y casi ninguno en convivencia.
Con esta realidad la primera pregunta es ¿de dónde sacan las comunidades educativas más horas para la reflexión y el diálogo sobre las maneras de relacionarse cotidianamente entre quienes forman parte de una comunidad educativa? No se puede aspirar a lograr resultados significativos en convivencia si no somos capaces de realizar cambios relevantes en el sistema educativo.
Ningún país tiene un sistema educacional igual a otro y los resultados, buenos, más o menos o malos, no se pueden atribuir a una sola variable. Cada sistema debe ser visto y evaluado en su conjunto. No se trata entonces de integrar copiando la enseñanza socioemocional del modelo finlandés, las horas de clase del modelo japonés o la integración técnico profesional a la empresa del modelo alemán.
Nuestro sistema responde a una educación que se implementó en el siglo XIX y se expandió significativamente a partir de comienzos del siglo XX. Chile logró una cobertura cercana al 100% hacia finales del siglo pasado. Ya bien entrado el siglo XXI, seguimos teniendo un sistema que, si bien se ha expandido en objetivos, su estructura e incentivos no han permitido lograrlos como en el caso de convivencia, la creatividad o el desarrollo del pensamiento crítico.
No quiero restarle mérito a la Política Nacional de Convivencia Educativa, pero para que surta efecto debemos sentarnos a repensar los pilares sobre los cuales se asienta nuestro sistema educativo y cuál es el rol y la prioridad que tendrá cada uno de ellos.
El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de Publimicro.
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