Ignacio Paz Palma
Periodista y académico de la U. Central
Recuerdo cuando en 1984 mi padre me llevó por primera vez al estadio. Tenía 11 años y viajamos desde Coyhaique a Santiago por otras actividades deportivas y justo jugaba el Colo con la U en el Estadio Nacional, de esos partidos que se hacían a jornada doble.
Para un niño de la Patagonia que veía a sus ídolos Caszely y Vasconcelos por la tele y los personificaba jugando con mis amigos en las calles de tierra del barrio, ese día en el estadio era sublime. El impacto de subir las escaleras del coliseo del Nacional tomado de la mano de mi viejo ha sido imborrable hasta hoy y sobre todo vivir la experiencia con él, que es hincha de la UC, pero ahí estábamos disfrutando juntos de una jornada de fútbol.
En la tribuna Andes convivían fanáticos de ambos clubes en el mismo espacio, a lo más corrían las bromas de un lado a otro. Las barras cantaban sin ademán de violencia más que los garabatos propios de nuestra cultura popular.
Así fui creciendo como hincha. Vi buenas y malas. Miraba a los del Colo liderando la selección y sufrí la decepción cuando el cóndor Rojas hizo trampa en Brasil. Cuanta alegría adolescente me trajo la Libertadores del 91 y cómo se disfrutaban los campeonatos de los años 90 llenos de estrellas sudamericanas en la Católica, la U, el Colo y Cobreloa ¡Qué nivel!
En ese entonces ya vivía en Santiago y solía ir seguido al David Arellano, muchas veces solo. Se podía estar en el estadio y volver bien a casa. Como adulto seguí con ilusión la campaña de la Sudamericana del 2006 con ese equipo que fue la base de la generación dorada y que dejó escapar la copa que merecidamente ganó la U en 2011 y que tanta alegría trajo a los hinchas azules. Varios de mis mejores amigos entre ellos. Hasta ahí aún se podía disfrutar del fútbol con la camiseta que sea, a pesar que ya existían eventos violentos que había que considerar.
Pero de pronto la violencia de las barras se trasladó a las calles, los estadios se volvieron inseguros. Aumentaron los heridos y muertos. El nivel deportivo bajó a niveles paupérrimos y las entradas tienen un costo ridículo respecto a la calidad del espectáculo.
Los recintos son de baja categoría. El año pasado volví al Monumental a un recital y me dio pena ver el estado en que se encuentra la casa alba. Hoy la actividad está secuestrada por los representantes de jugadores. Estos personajes a su vez son dueños de varios equipos y se relacionan con casas de apuestas, cuyo avance en el futbol es difícil de frenar, lo cual ha hecho aún más sospechoso el terreno de la pelota.
Cualquier resultado hoy es cuestionable. Lo vimos en la Copa América, en la Eurocopa y qué decir en las grandes ligas europeas donde estas casas online están por doquier. Al menos, el espectáculo es bueno y los futbolistas saben jugar al futbol. Algo es algo.
Ahora, la nube de sospecha cae directamente en la Asociación Nacional de Futbol Profesional que se ve involucrada con la empresa Genius Sport que maneja datos del fútbol joven y que alimenta a las casas de apuesta, justo la instancia donde los deportistas se forman deportiva y éticamente. Eso está en desarrollo, hay que ver cómo sigue.
Lo que está claro, es que la magia de ir por primera vez a la cancha de la mano del viejo, de personificar a los ídolos de infancia, de caminar por los alrededores del estadio de manera segura, está muy, pero muy lejos de ser una realidad.
Así como están las cosas quizá sea mejor romper esa ilusión a la espera que algún día la actividad vuelva a ser alegría para el pueblo y que la pelota no choque una y otra vez contra el muro de la corrupción.
El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de Publimicro.
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