El Fraude de las licencias médicas: Escandalizarnos al ver la paja en el ojo ajeno, y no la viga en el propio. | Publimicro

El Fraude de las licencias médicas: Escandalizarnos al ver la paja en el ojo ajeno, y no la viga en el propio.

El masivo fraude de licencias médicas que ha remecido recientemente a Chile ha generado una ola de justificada indignación. Escuchamos condenas transversales, se exige mano dura y se lamenta la podredumbre moral que tales actos revelan. Sin embargo, este escándalo, por mayúsculo que sea, no debería sorprender demasiado. Se inserta en un contexto cultural donde ciertos engaños han sido históricamente tolerados e incluso, validados, mostrándonos una incómoda tendencia a ver la paja en el ojo ajeno, sin reconocer la viga en el propio.

Históricamente, los chilenos hemos navegado en una ambivalencia moral. Por un lado, existe un anhelo de probidad y justicia, una valoración de la honestidad como virtud. Pero, por otro, subyace una «cultura de la oportunidad» o «viveza criolla» que normaliza pequeñas transgresiones en beneficio propio. ¿Quién no ha escuchado o presenciado la evasión del pasaje en el transporte público o la solicitud de una factura en lugar de una boleta en un restaurante para luego reembolsar ese gasto como si fuera de representación en el trabajo? Estos son solo ejemplos cotidianos de una larga lista que incluye desde colgarse a la señal de cable del vecino hasta mentir en una postulación para obtener un beneficio. Estas acciones, a menudo minimizadas como faltas menores, constituyen pequeños fraudes que, sumados, tienen un impacto significativo no sólo económico, sino también en el entramado social y la confianza cívica. La línea entre la «astucia» y la ilegalidad se vuelve borrosa, y el mensaje implícito es que, si se puede sacar una pequeña ventaja sin ser descubierto, es aceptable.

Es aquí donde la socióloga Kathya Araujo aporta luces cruciales, ya que ha estudiado cómo, en una sociedad con altos niveles de desconfianza hacia las instituciones –percibidas a menudo como distantes, injustas o corruptas–, los individuos pueden desarrollar una suerte de «moralidad paralela». Si el sistema «grande» es percibido como fallido o tramposo, el ciudadano puede sentirse con cierta legitimidad para operar con sus propias reglas en el sistema «pequeño», buscando compensaciones o atajos.

Estos micro fraudes no son simplemente actos de individuos aislados, sino síntomas de un malestar más profundo, de una desconexión entre el ciudadano y el «bien común». Cuando la percepción es que «todos lo hacen» o que «los de arriba roban más», se debilita la internalización de la norma como un acuerdo social beneficioso para todos. La transgresión individual se justifica entonces como una forma de «no ser el único tonto» o de obtener una pequeña tajada en un juego que se percibe como desigual. El problema radica en que esta normalización de las pequeñas deshonestidades crea un caldo de cultivo. Si se tolera la evasión del metro o el fraude en el reembolso de gastos, ¿con qué autoridad moral se condena el fraude de las licencias médicas? La diferencia es de escala, pero la lógica subyacente de obtener un beneficio indebido a costa del sistema – y, por ende, de todos los demás- guarda una perturbadora similitud. Nos horrorizamos ante la corrupción de gran escala porque sus efectos son más visibles y dañinos para la fe pública, pero fallamos en reconocer cómo nuestros propios actos contribuyen a erosionar los cimientos éticos de la sociedad.

Reconstruir la confianza y fortalecer la cohesión social del país requiere más que indignación selectiva. Exige coherencia entre el discurso público y la conducta privada, desde lo macro hasta lo micro, y para eso falta mucho.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de Publimicro.

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