Sebastián Fuentes Barraza
Sociólogo
Hace unos días se cumplieron 99 años de la muerte de Franz Kafka. Por lo que sabemos de su vida, era compleja en su simplicidad. Vivía en casa de sus progenitores sometido a la autoridad de su padre, tenía un romance por correspondencia con una mujer llamada Felice Bauer y trabajaba en un despacho de una empresa de seguros para ayudar a mantener a su familia; pero su verdadera pasión era escribir y todas las noches lo hacía.
Para un hombre de mundo, seguramente le parecería que Kafka se ahogaba en un vaso de agua. ¿Por qué no dejó su casa para terminar su relación conflictiva con su padre? ¿Por qué no dejó las cartas para comenzar a vivir su romance con Felice Bauer? O ¿por qué no intentó renunciar a su trabajo para tener más tiempo de escribir? Parece que Kafka asimilaba todos sus problemas para convertirlos en literatura. El escritor, se nos ahogaba en un vaso de agua, pero conoció cada detalle de ese vaso y su contenido. Alberto Laiseca decía “lo que no es exagerado no vive”; Kafka vivió exageradamente su pequeño mundo y lo hizo literatura.
Ese pequeño mundo, es el de la mayoría. No todos somos Joseph Conrad o Lawrence de Arabia, no es común recorrer el mundo conociendo otras culturas, aventuras y peligros. El pequeño mundo de Kafka es el mundo cotidiano, pero en él se nos revelan las oscuras fuerzas que pueden someter a los individuos. Por ejemplo, en su famoso libro “El proceso”, en un día cualquiera a un individuo se le informa que se ha iniciado un “proceso” en su contra y es citado a los tribunales de justicia, pero para su desconcierto, no se le comunica sobre qué trata el proceso y en toda la obra no se revela jamás. El protagonista del relato deambula por la burocracia del aparato legal sin encontrar respuestas, solo una: a cualquiera se puede acusar en cualquier momento y no hay escapatoria.
Nosotros, a 99 años de la muerte de Kafka, nos hemos puesto al día con un mundo más kafkiano del que escribió el mismo Kafka. Ya no solo hacemos procesos mediante un aparato legal, hemos expandido el poder hacer procesos y condenas (o “funas”) a nuestros pares, otros individuos, que son los jueces de lo que llaman “la cultura de la cancelación”. A veces ni sabemos cuáles son los pecados ni cuál es la última cosa que no podemos decir ni hacer. Ya no tenemos ni la sutileza de una citación a compadecer a tribunales para defendernos, solo llega una notificación en redes sociales del veredicto. El proceso sigue y se digitalizó.
El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de Publimicro.
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