Perreo, poder y prejuicio: Los ritmos urbanos y el feminismo | Publimicro

Perreo, poder y prejuicio: Los ritmos urbanos y el feminismo

Hace unas semanas, Fito Páez expresó críticas no solo hacia el reguetón como género musical, sino también hacia las mujeres feministas que lo bailan, cuestionando la coherencia entre dicha práctica y la exigencia de derechos fundamentales como el derecho a la vida, la autodeterminación sobre el propio cuerpo y vivir sin violencia. Esta afirmación plantea una pregunta relevante desde el punto de vista ético y político: ¿es legítimo poner en duda la validez de las demandas por igualdad y justicia por el hecho de perrear en una discoteca?

El reguetón carga con el estigma persistente de ser la banda sonora oficial de la misoginia. Se les acusa, no sin cierta razón en muchos de sus letras, de cosificar a la mujer, reducirla a un objeto sexual y perpetuar la violencia simbólica. Sin embargo, esta condena, a menudo selectiva y estridente, parece olvidar convenientemente dos cosas: primero, que no existe solo un estilo de reguetón, hay mujeres y disidencias que lo han reinterpretado – Ms Nina, Cazzu, Villano Antillano y Tomasa del real, por ejemplo- y, segundo, que el machismo musical no nació con el dembow. ¿O acaso el rock y el pop, incluso el más edulcorado, están exentos de pecado?

La diferencia crucial, y la hipocresía subyacente, radica en el disfraz. Mientras el rock and roll ha cantado sobre la “Femme fatale” y las «zorras escurridizas», o el pop ha envuelto en celofán de amor romántico la posesión, los celos patológicos y la idealización que anula la individualidad femenina («sin ti no soy nada», «eres mía»), estos géneros rara vez enfrentan el mismo escrutinio público. El amor romántico, con su larga tradición de subordinación femenina maquillada de devoción, ha sido un vehículo mucho más sutil, y por ende quizás más insidioso, de mensajes misóginos. Se nos vende la dependencia y la sumisión como prueba de amor, pero como suena en una balada, pasa el filtro de la aceptabilidad.

Es aquí entonces donde las dimensiones de clase y origen se vuelven ineludibles. El reguetón y el trap emergen de las entrañas de Latinoamérica y el Caribe, de contextos urbanos marcados por la herencia colonial, la racialización y la desigualdad socioeconómica. Son la expresión cruda, sin filtros academicistas ni pretensiones de «alta cultura», de realidades a menudo violentas, precarias, pero también festivas y resilientes. Sus letras, explícitas y directas, reflejan un lenguaje y unas vivencias que no buscan la aprobación de las élites culturales ni de los guardianes de la moral occidental. ¿Es casualidad que los ritmos surgidos de estas periferias sean juzgados con una vara mucho más dura que aquellos nacidos en el norte global o adoptados por este? La crítica, entonces, puede estar teñida no solo de una legítima preocupación por la misoginia, sino también de un clasismo y un racismo apenas velados que desprecian la manifestación cultural «del bajo pueblo».

Es fundamental entender que el problema no reside en que una mujer decida disfrutar de su cuerpo bailando «hasta el suelo», ni en que cante a todo pulmón letras sexualmente explícitas, apropiándose de ellas, resignificándolas o simplemente gozándolas desde su propia autonomía. La libertad femenina también pasa por la reapropiación de espacios y expresiones que antes le eran vedados o dictados. El «perreo» puede ser, para muchas, un acto de empoderamiento, de liberación de la corporalidad reprimida, un desafío lúdico a las normas de decoro impuestas. En términos de Deleuze y Guattari, el baile explícito podría ser una línea de fuga, una forma de desterritorializar el cuerpo femenino de los códigos morales conservadores o de una feminidad domesticada.

No obstante, el proceso de desterritorialización conlleva el riesgo de una reterritorialización, es decir, de que aquello que escapó sea reabsorbido, contenido o mercantilizado por el sistema dominante. Por ejemplo, si el baile se realiza únicamente para satisfacer la mirada masculina o para ajustarse a un nuevo estereotipo de «mujer liberada sexualmente» que sigue siendo un objeto para otro. El cuerpo podría ser «liberado» de un territorio (moral conservadora) solo para ser capturado por otro (el mercado de la sexualidad explícita o roles hipersexualizados y cosificados).

En definitiva, considero que la relación dialéctica entre feminismo y reguetón encierra un potencial mucho más complejo y fértil que el simple juicio moral. Sobre todo, porque los derechos de las mujeres no deberían —ni pueden— estar condicionados por lo que se baila en una discoteca, en un momento de ocio, disfrute o expresión corporal.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de Publimicro.

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